La frase de Luis Abinader a Leonel Fernández sobre Rafael Castillo
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Por: Ramón Peralta
Eran las once y cinco de la mañana, cuando el calor de la ciudad comenzaba a derretir las certezas del día.
El presidente Luis Abinader llegó a la entrada de la Fundación Global Democracia y Desarrollo (FUNGLODE) con el paso sereno de quien sabe que todos lo están mirando, pero también con la conciencia exacta de que no todos los que lo esperan son mansos corderos.
Lo recibió Leonel Fernández con esa sonrisa suya, mitad cortesía, mitad memoria, y sin perder tiempo caminó escoltado por Leonel hasta el salón donde lo aguardaban, en una fila casi marcial, los principales dirigentes de la Fuerza del Pueblo, como si fueran soldados de una causa que todavía no ha vencido, pero que tampoco se ha rendido.
El primero en la línea fue Peñita, el secretario general, a quien Abinader saludó con un diminutivo cargado de afecto político, más propio de una sobremesa en Palacio que de un encuentro entre adversarios.
Le siguió Rafael Alburquerque, viejo gladiador de todas las campañas posibles, a quien el presidente ya conocía desde aquellos años en que el poder era otro y el país también.
El tercero fue Omar Fernández, el hijo del anfitrión, que en realidad ya no es solo senador, es figura, es amenaza. Se dice en los pasillos del Congreso Nacional que no hay encuesta que no lo bendiga ni analista que no lo nombre.
Y luego vino el momento.
Junto a Omar estaba Rafael Castillo, vocero de los diputados de la Fuerza del Pueblo, con su rostro de contención parlamentaria y mirada de quien sabe que las palabras son armas que nunca se descargan.
Leonel se inclinó levemente para presentarlo con ese tono ceremonioso que usó tantas veces en Palacio, pero no alcanzó a pronunciar el nombre completo cuando Abinader, con media sonrisa y mirada lateral, lanzó la frase que nadie olvidaría ese día:
—Presidente, a su vocero lo veo todos los días dándole cajeta al gobierno.
El comentario no rompió el silencio: lo transformó. Primero fue una pausa de asombro, y luego las risas, contenidas pero inevitables, se abrieron paso como ríos en temporada de lluvias.
Leonel sonrió con la boca y con los ojos. Omar, como quien aprueba con la risa lo que no puede decir en palabras, asintió divertido.
Rafael Castillo quiso sostener un gesto solemne, consciente de que su nombre acababa de quedar impreso en la memoria informal del poder, pero una sonrisa espontánea le salió de los labios, como si ese día su futuro estuviera sellado para una causa mayor.
Después de eso, el saludo continuó como si nada hubiese pasado. Pero todos sabían, desde el camarógrafo que grababa sin parpadear hasta el último dirigente de la fila, que lo que había ocurrido en ese instante no estaba en la agenda ni en el protocolo. Era un momento escrito por el instinto del poder y la agudeza de quien gobierna sabiendo que incluso el humor tiene estrategia.