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A principios de los años no­venta del si­glo pasa­do, cuando se desintegró la antigua Unión de Repúblicas So­cialistas Soviéticas, URSS, fruto de la Perestroika y la Glasnost, que en una pri­mera etapa lideró Mijaíl Gorbachov (Premio Nobel de la Paz 1990), terminó así de forma sorpresiva el periodo de “paz simula­da”, mejor conocido como Guerra Fría, surgido des­pués de la Segunda Gue­rra Mundial para definir las tensas relaciones entre las potencias vencedoras frente a la Alemania Nazi; la Unión Soviética, socia­lista y los Estados Unidos, capitalista.

Obrando a la inversa de China, que operó un proce­so de cambios económicos, sin tocar su sistema políti­co bajo la hegemonía del Partido Comunista Chino, los rusos emprendieron un convulso y traumático pro­ceso, primero de cambios políticos que echó a un la­do a los comunistas, y lue­go económico, en duro tránsito para transformar­se en una democracia de ti­po occidental, regida por la economía de mercado, que conllevó salvajes excesos en la privatización de los antiguos medios de pro­ducción estatales, con sus secuelas de crímenes, es­cándalos y acusaciones de corrupción, que mantuvie­ron en crisis e inestabilidad los gobiernos del Presiden­te Boris Yeltsin durante los años 90.

Cuentan autorizados biógrafos, cómo este pri­mer presidente de la de­mocracia rusa, luego de librar múltiples y delica­das batallas políticas, y li­diar con todo tipo de crisis, guerras e intentos de Gol­pes de Estado durante sus dos periodos presidencia­les, al final resultó “un Pre­sidente frágil y temeroso”, “amante de empinar el co­do”, que no ejercía mucho control sobre los sucesos sino que, en cambio, reac­cionaba ante ellos, con fre­cuencia erráticamente, ante un país desmoralizado por las pérdidas de la prime­ra guerra con Chechenia y frente al peligro de ser suce­dido en el cargo por acérri­mos enemigos políticos que amenazaban hacerle pasar sus últimos años de vida de­trás de las rejas.

En ese trance, el país geo­gráficamente más grande del mundo, que había acu­mulado una singular in­fluencia geopolítica, deve­nido en una de las grandes potencias militares vence­doras de la II Guerra Mun­dial, finalizado el siglo XX logró la democracia a costa de ver esfumarse su antiguo poderío, debilitado por un complejo cuadro de situa­ciones internas y externas, entre las que encontramos el rápido desprestigio de la clase política post soviética, causa fundamental que ge­neró cierta frustración co­lectiva entre los rusos frente a los nuevos políticos y las jóvenes instituciones de la incipiente democracia.

Sin embargo, he de des­tacar cómo el presidente Yeltsin, finalizando su se­gundo mandato y política­mente acorralado, tuvo la visión de una hábil jugada política que el mismo con­cibió como el “último as en la manga”, en un país don­de el poder y la autoridad se traspasaba por muerte natural, conspiración o re­volución, esta vez, hacien­do coincidir el nuevo siglo con el inicio de una era po­lítica, el 31 de diciembre 1999 mediante voluntaria dimisión, la presidencia de acuerdo con la Constitución vigente, recayó de forma in­terina en quien ostentaba desde meses atrás, el cargo de Primer Ministro, que en­tonces no era otro que Vla­dimir Vladimirovich Putin.

El designado heredero de Boris Yeltsin, hijo único de una humildísima pareja de San Petersburgo, nació en octubre de 1952, de media­na estatura, practicante del yudo, disciplinado y de ca­rácter adusto. Desde muy joven sintió fascinación por el trabajo de los espías. Con apenas 23 años fue reclutado por la KGB, agencia de inte­ligencia soviética donde hizo carrera y ascendió de forma consistente, demostrando lealtad a una burocracia opa­ca que llegó a dirigir cuan­do la agencia se transformó en FSB. Ahí aprovechó para perfeccionar sus habilidades, ampliar su visión y acumular enormes niveles de informa­ción que lo hicieron dueño de muchos secretos del pasa­do reciente de la Rusia capi­talista.

Al ascender al poder en 1999 y ganar las elecciones siguientes, estaba curtido en las lides del poder. Prometió restaurar la unidad nacio­nal, luchar por recuperar la condición de gran potencia mundial, modernizar su po­der militar y mejorar los es­tándares de vida de los ru­sos. Lo cual no se logra sin un líder fuerte que concen­tre todo el poder en sus ma­nos. Hoy, 20 años después se habla de una nueva Rusia en la era de Putin que ha res­taurado su orgullo nacional ante los ojos de un mundo que no cesa de sorprenderse por sus audaces acciones tan autócratas como tan autén­ticamente rusas.

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